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lunes, 20 de abril de 2015

Me gusta el día de Sant Jordi, un día como otro pero distinto. Cuando yo era pequeño, en los lejanos años cincuenta, la gente trabajadora aspiraba como máximo a que sus hijos aprendieran las cuatro reglas y a leer y a escribir. De niño yo era el encargado de escribir cartas a mi abuela que ella nunca pudo leer, si no era por boca de la vecina de la casa de enfrente. Veníamos de un pasado en el que   la normalidad de la gente humilde era ser analfabeta y contar con los dedos. Un pasado que aún es presente,  puesto que  hoy en día todavía hay gente que firma mojando el pulgar en un tampón.


Durante un tiempo pareció que la lectura podía cambiar el mundo, poner luz en la triste oscuridad de la ignorancia y hacernos más iguales. Los libros eran un arma cargada de futuro, esperando a ser desenfundada cuando la humanidad aprendiese a leer. En los libros, y no es una frase para hacer bonito este artículo, está la sabiduría del mundo. El problema es que nos falta tiempo y ganas para leer, para adaptarnos al silencio y al ritmo lento de las palabras escritas, en un mundo en el que queremos que todo tenga velocidad de Fórmula 1 y potencia de voz en grito de Sálvame o tertulia futbolera. Lo que ganamos en información lo perdemos en conocimiento. Cada vez utilizamos menos palabras para hablar y escribir. No es una enfermedad incurable. Se cura leyendo. Sant Jordi nos recuerda que saber leer no es suficiente. Tenemos que sacarle provecho. Con un libro. Mejor más.    

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