Me gusta el día de Sant Jordi, un día como
otro pero distinto. Cuando yo era pequeño, en los lejanos años cincuenta, la
gente trabajadora aspiraba como máximo a que sus hijos aprendieran las cuatro
reglas y a leer y a escribir. De niño yo era el encargado de escribir cartas a
mi abuela que ella nunca pudo leer, si no era por boca de la vecina de la casa
de enfrente. Veníamos de un pasado en el que la normalidad de la
gente humilde era ser analfabeta y contar con los dedos. Un pasado que aún es
presente, puesto que hoy en día todavía hay gente que firma mojando
el pulgar en un tampón.
Durante un tiempo pareció que la lectura podía
cambiar el mundo, poner luz en la triste oscuridad de la ignorancia y hacernos
más iguales. Los libros eran un arma cargada de futuro, esperando a ser
desenfundada cuando la humanidad aprendiese a leer. En los libros, y no es una
frase para hacer bonito este artículo, está la sabiduría del mundo. El problema
es que nos falta tiempo y ganas para leer, para adaptarnos al silencio y al
ritmo lento de las palabras escritas, en un mundo en el que queremos que todo
tenga velocidad de Fórmula 1 y potencia de voz en grito de Sálvame o tertulia
futbolera. Lo que ganamos en información lo perdemos en conocimiento. Cada vez
utilizamos menos palabras para hablar y escribir. No es una enfermedad
incurable. Se cura leyendo. Sant Jordi nos recuerda que saber leer no es
suficiente. Tenemos que sacarle provecho. Con un libro. Mejor más.
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