Escuchando radios y teles desde Viladecans,
una ciudad que no llega a los setenta mil habitantes, sobre la posible
instalación sorpresa del macroproyecto Las Vegas, desde la modesta
responsabilidad municipal de Medio Ambiente, preocupado por los efectos
de la helada en la alcachofa, por los impactos en la plana del Delta del
crecimiento de la ciudad aeroportuaria, por el fracasado intento de
conseguir que la Generalitat aumente los 189.000 euros que dedica a la
zona natural, queda uno abrumado ante la lluvia de miles de millones de
euros, de cientos de miles de teóricos puestos de trabajo, que convierte la
tarea cotidiana en insignificante y aparentemente inútil.
Incluso suena a extemporáneo e ingenuo el
discurso sobre los valores y el territorio. Somos capaces de enfrascarnos en
una polémica sobre los valores del Barça incompatibles con llevar el nombre de
una casa de apuestas en una camiseta como el Real Madrid, pero ofrecemos
nuestro territorio nacional con armas y bagajes con la discutible
aspiración de tener una isla-Estado que sea la capital de Europa del
juego y las apuestas. Es cierto que no hay proyecto, y por lo tanto es
imposible debatir sobre lo concreto, pero en ese concurso de ideas para generar
proyectos inmobiliarios en zonas naturales con protección europea en que se han
convertido las páginas de alguno de nuestros diarios, no hay sitio para
el razonamiento, el debate territorial y las leyes que nos hemos dado entre
todos.
En contraste con la serenidad, no exenta de un
sorprendido y escaldado escepticismo, de los alcaldes afectados, la
escenificación de la visita del millonario americano ha sido lamentable, de
película en blanco y negro, de épocas de gasógeno, carburo y sabañones.
Sin embargo, peor ha sido la recepción de la Catalunya mediática, sin la
excusa de la Generalitat de estar acuciada por las urgencias históricas de las
cuentas públicas. La histeria de la voz y la imagen ha invadido las tertulias
de las radios y las televisiones y deja un poso preocupante sobre la fragilidad
de nuestra entidad como país.
La ordenación urbanística, el equilibrio medio
ambiental que podría pensarse que forma parte de nuestros valores comunes como
ciudadanos, es una débil costra que desaparece no ya ante el poder del dinero,
sino ante el poder de alguien que simplemente agita un talonario. Hemos
demostrado que somos un país pequeño, sin serenidad de Estado, gobernado por la
necesidad de dinero rápido a cualquier precio, superando en voracidad
desarrollista a la Comunidad de Madrid de la denostada Esperanza Aguirre,
intentando imitar el modelo faraónico de eldorados como Marinas d’Or y Terras Míticas
que hoy son realidades de deudas y ruinas.
Parecía haber acuerdo en que no era un buen
modelo una burbuja inmobiliaria que había creado millones de puestos de
trabajo, de pan para hoy y hambre para mañana, pero ante la mera
posibilidad de una gigantesca operación inmobiliaria que quiere bendecir
Viladecans nos volvemos acríticos. El argumento central es preocupante. Estamos
ahora tan mal que vale todo, y por dinero estamos dispuestos a dejarnos
hacer casi todo y a tropezar cien veces con la misma piedra, sea la del Pocero
o la de Mister Sheldon.
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